Todos arrastramos cosas del pasado, llegamos a usarlas para lastimar a otros y eso no esta bien, debemos identificar las frases que revelan nuestras heridas de la infancia y curarlas
No sabemos quién necesite leer esto, pero aquí va, con todo el amor y la claridad que nos tomó años conseguir: no puedes ser el padre de tus padres. No puedes salvarlos. No puedes vivir con culpa por no ser lo que ellos esperaban. Y sobre todo, no tienes que seguir cargando con lo que no te corresponde.
Cuando creces en una familia disfuncional, de esas en donde el cariño se mide con control y el silencio es un castigo disfrazado de “mejor no hablar cuando estoy molesto”, normalizas cosas que no deberían ser normales. Aprendes a leer los gestos como si fueran manuales de supervivencia, a callarte lo que duele para no desatar más tormentas, a confundirte entre el amor y la tensión.
Y eso deja heridas. Profundas. Invisibles. Persistentes.
Hicimos esta lista de frases que marcaron un antes y un después. Algunas las escuchamos. Otras las pensamos en voz baja durante años. Ojalá te ayuden a ponerle nombre a lo que duele. Y si algo de esto te resuena, no es casualidad: es porque no estás solo, no estás sola, y hay algo que ya está pidiendo salir y sanar.
Frases que revelan las heridas de la infancia:
“No llores o te voy a dar una razón para llorar: Aprendimos a tragarnos el llanto, como si sentir fuera un error. Hoy batallamos para ponerle palabras a lo que nos duele.
“Eres la hermana mayor, tú tienes que entender.” Y así fuimos creciendo con la idea de que no había espacio para nuestros enojos, que siempre teníamos que ser fuertes, maduras, responsables… aunque tuviéramos solo ocho años.
“No fue para tanto.” Sí fue. Lo que para ellos era una tontería, para nosotros fue el principio del miedo, de la desconfianza, de la soledad.
“Eres igualita a tu papá/mamá.” Dicho como insulto. Como condena. Como herida disfrazada de comentario casual.
“Tú no te metas, esto es entre adultos.” Pero luego esperaban que solucionáramos los problemas de todos, como si nos hubieran entregado un diploma invisible en terapia familiar a los diez años.
Silencio absoluto durante días: La ley del hielo es una forma de negligencia emocional. El mensaje era brutalmente claro: cuando me enojas, dejas de existir. Esa herida no se borra fácil.
“Tú siempre has sido la fuerte.” Y así, nadie se dio cuenta de cuánto necesitábamos que alguien nos abrazara mientras intentábamos sostener el mundo con las manos temblando.
La hija mayor, la que carga con todo
Hablemos de lo que duele y casi nunca se dice: ser la hija primogénita en una familia disfuncional es convertirse en adulta antes de tiempo. Es recoger los platos, los gritos y las emociones de los demás sin que nadie lo pida. Es consolar a mamá cuando papá está ausente. Cuidar a los hermanos. Mediar conflictos. Ser la pacificadora, la mini adulta, la que “sí entiende”.
Nos enseñaron a complacer, a no incomodar, a ser perfectas o desaparecer. Y ahora, en nuestras relaciones adultas, seguimos repitiendo el patrón. Porque lo disfuncional se siente familiar. Y lo familiar se siente seguro, aunque nos haga pedazos.
¿Queremos tener hijos? Entonces hay que hablar del trauma.
No basta con amarlos “mucho”. Hay que amar bien. Y eso empieza por buscar parejas que no se asusten cuando hablamos de heridas, que entiendan lo importante que es romper ciclos, que no se burlen de nuestras sesiones de terapia ni de nuestras ganas de sanar.
Porque si no lo hablamos, si no lo trabajamos, nuestros hijos heredarán las emociones que a nosotros nos hicieron pedazos. El abandono disfrazado de frialdad. La exigencia disfrazada de amor. El miedo disfrazado de silencio.
Sanar no es lineal, pero es urgente
Ver a nuestros padres tal como son, con sus límites emocionales, sus heridas no resueltas, sus propias cargas, nos ayuda a dejar de buscar en ellos cosas que no nos pueden dar. No para odiarlos. No para señalarlos con rencor. Sino para liberarnos. Para dejar de esperar que cambien. Para comenzar a darnos eso que tanto anhelamos: validación, ternura, seguridad, espacio.
No fuimos los culpables de lo que nos pasó. Pero sí somos responsables de lo que hacemos con eso ahora. Y tal vez esa sea la frase que más queremos recordar: “Sana para que no te conviertas en el daño que te hicieron.”
No es fácil. A veces es agotador. Pero el día que dejamos de justificar la violencia, de romantizar el abandono, de disfrazar el control como protección, empezamos a escribir una historia distinta.
Para nosotros. Y para los que vienen después.