Por Lilu Martínez
México está enfermo… y lo peor es que quienes deberían curarlo son los que lo siguen pudriendo.
Vivimos una descomposición que va más allá de lo social: es política, moral y humana.
La política o más bien, politiquería mexicana se ha degradado hasta volverse un mercado de intereses, un espectáculo grotesco donde los protagonistas ya no son servidores públicos, sino actores de una farsa que se repite sexenio tras sexenio.
Miren lo que está pasando en Michoacán. La gente salió a protestar, a gritar su rabia, su decepción. Porque se cansaron de los abusos, de las mentiras y de la impunidad. Porque el gobierno les falló, porque la justicia no llega y porque los criminales mandan más que las instituciones. Lo que vimos ahí no fue un arrebato: fue un espejo del país entero.
Hoy, la delincuencia no sólo está en las calles… también está en las dependencias, en los palacios de gobierno, en los congresos y en las fiscalías. Se sientan en escritorios, firman contratos, manipulan presupuestos, pactan silencios. Son los nuevos delincuentes de cuello blanco, que sonríen en los actos públicos y juran lealtad al pueblo mientras traicionan a todos.
Y cuando alguien se atreve a decirlo, cuando un ciudadano, un periodista o un líder comunitario denuncia lo que pasa, el sistema lo aplasta. Lo calla, lo margina o lo elimina.
Esa es la miseria del poder: el miedo a la verdad.
Pero no todo está perdido. Este país todavía tiene una salida, y empieza en el lugar donde todo se forma: el hogar.
Tenemos que volver a educar desde casa. Enseñar a los hijos a no doblarse ante la injusticia, a pensar, a cuestionar, a leer, a trabajar con dignidad.
A los jóvenes, hay que decirles que no todo está dicho, que no se conformen con lo que les dejan los corruptos, que no acepten un país en ruinas como destino inevitable.
Que se indignen, sí, pero que también actúen. Que estudien, que trabajen, que participen, que se atrevan a ser diferentes. Porque si una generación más guarda silencio, los corruptos habrán ganado definitivamente. La educación es el arma más poderosa para destruir la ignorancia y la sumisión que alimentan a los malos gobiernos. Educar no es sólo mandar a la escuela: es enseñar valores, ética, respeto y conciencia. Un pueblo sin educación crítica es el sueño de los corruptos, porque no cuestiona, no exige, no piensa.
Por eso, nos quieren distraídos, cansados, divididos. Hoy, más que nunca, necesitamos despertar. No podemos seguir normalizando la violencia, la corrupción, ni el descaro de los que se dicen representantes del pueblo mientras se llenan los bolsillos.
Lo de Michoacán debe ser una lección, no un simple escándalo más.
Debe recordarnos que el poder no es eterno, que la paciencia del pueblo se agota, y que cuando los gobiernos le fallan a la gente, la gente tiene derecho a gritarlo. México necesita menos políticos y más ciudadanos comprometidos, con dignidad, menos discursos y más conciencia; menos miedo y más acción.
Porque un país se destruye desde arriba, pero solo puede reconstruirse desde abajo: desde cada familia, cada maestro, cada joven, cada trabajador que decide no callarse.
Ya es hora de decirlo claro: el poder no puede seguir siendo refugio de corruptos y cobijo de criminales.
El país no merece esta descomposición. Merece justicia, verdad… y ciudadanos que no se rindan.



