“Los Acarreados del Poder”
Por Lilu Martínez
Hace unos meses, a inicios de este año, Oaxaca vivió una tragedia que aún duele.
Un accidente carretero cobró la vida de varias personas —entre ellas niños—, todos llevados a un mitin político. No iban por convicción, sino por obligación o promesa.
Fue un episodio que dejó al descubierto una práctica que no muere: el acarreo.
Hoy, este tema vuelve a la conversación pública tras el reciente informe de la presidenta Claudia Sheinbaum, donde miles de personas fueron movilizadas desde distintos estados para llenar la plaza.
Otra vez los camiones, otra vez las banderas, otra vez las fotos del poder mostrando “unidad popular”.
Y es imposible no recordar lo ocurrido en marzo.
Porque más allá de los discursos y las celebraciones, el acarreo es una práctica que sigue viva, disfrazada de participación ciudadana.
Pero todos sabemos lo que hay detrás: gente llevada por compromiso, por miedo, por necesidad o por simple presión.
Cambian los colores, cambian los nombres, pero la costumbre sigue igual.
El acarreo no tiene partido.
Lo usaron gobiernos priistas, panistas, perredistas y hoy también lo usan quienes prometieron cambiarlo todo.
Porque en México, llenar plazas sigue siendo más importante que llenar conciencias.
Aquel accidente en Oaxaca no fue un hecho aislado. Fue una consecuencia del abuso, del descuido y del cinismo.
Mientras los funcionarios viajan con escoltas, las personas suben a camiones sin frenos, sin seguro, sin cuidado.
Y cuando ocurre la tragedia, los mismos de siempre salen a lamentar lo “inevitable”.
Pero todos sabemos que es el resultado de un sistema político que ve a la gente como decoración, no como ciudadanía.
Y lo más doloroso es que, entre los acarreados, también hay niñas y niños, que no entienden lo que pasa, que solo acompañan a sus padres, expuestos al sol, al cansancio y al riesgo… todo por una foto del poder.
El informe presidencial de este año nos recuerda que la vieja política sigue viva, solo cambió de rostro y de logo.
Los aplausos se escuchan igual, las frases se repiten, los discursos son los mismos… pero el fondo no cambia.
La tragedia de marzo debería seguir siendo una advertencia.
Porque cuando la política convierte a las personas en números, pierde su sentido.
Y cuando el poder necesita acarrear para demostrar fuerza, es señal de debilidad.
La política debe servir a la gente, no servirse de ella.
Y ojalá que algún día, en cualquier gobierno y con cualquier partido, entendamos que no hay victoria más vacía que la que se consigue con gente obligada a aplaudir.
Hasta entonces, seguiremos viendo camiones llenos, plazas repletas… y conciencias vacías.