Sanar la relación con los papás es muy difícil, especialmente cuando los idealizamos, pero ¿cuáles son los pasos para hacerlo? Aquí les contamos.
Marcela Escalera nos escribió algo que todos hemos pensado alguna vez: los padres que nos hubiera gustado tener. Esos que imaginamos más comprensivos, más presentes o menos exigentes. Pero, ¿qué hacemos con esa idea cuando ya somos adultos? ¿Cómo sanamos lo que nos faltó y dejamos de repetir patrones?
Sanar la relación con los padres: ¿cómo nos hubiera gustado que fueran?
Esto tiene un trasfondo psicológico muy profundo, porque toca el núcleo de cómo se forman nuestras emociones, nuestra identidad y nuestros patrones de relación. No se trata de culpar ni de romantizar una infancia distinta, sino de reconocer que lo que vivimos en casa nos moldea profundamente, y que podemos reescribir esa historia desde la adultez emocional.
La infancia como base psicológica
En los primeros años de vida, nuestros padres (o cuidadores principales) no solo nos alimentan y cuidan: construyen el marco emocional a través del cual entendemos el mundo y a nosotros mismos. De su forma de hablarnos, abrazarnos, regañarnos, escucharnos o ignorarnos, vamos formando creencias como:
- “Soy suficiente / no soy suficiente.”
- “Mis emociones son válidas / debo reprimir lo que siento.”
- “El amor es seguro / el amor duele.”
- “El mundo es un lugar estable / el mundo es impredecible.”
Esto significa que muchas de nuestras inseguridades adultas no nacen con nosotros, sino que son el resultado de la manera en que fuimos cuidados (o descuidados). Un niño no tiene herramientas para entender que sus padres tienen limitaciones emocionales, por eso termina internalizando su dolor como culpa propia: “si no me cuidan, es porque no valgo”.
La herencia emocional y los patrones inconscientes
Cuando crecemos, esos aprendizajes tempranos se transforman en patrones emocionales y de comportamiento. Muchas personas no nacieron tímidas, ansiosas o desconfiadas; desarrollaron esas características como reacciones a las limitaciones de los adultos que las rodeaban. Por ejemplo:
- Quien creció con padres ausentes puede volverse hipervigilante o con miedo al abandono.
- Quien tuvo padres críticos puede volverse perfeccionista y autoexigente.
- Quien sintió que no lo escuchaban puede tener dificultades para confiar o para poner límites.
Y lo más fuerte: repetimos lo que conocemos, incluso cuando nos duele. No porque lo queramos, sino porque el cerebro busca familiaridad, no necesariamente bienestar. Por eso, muchas veces terminamos en relaciones parecidas a la dinámica que tuvimos con nuestros padres.
Dejar de mirar solo lo que faltó
Muchas veces, cuando reflexionamos sobre nuestra infancia, enfocamos la mirada en lo que nos dolió o en lo que nuestros padres hicieron mal. Sin embargo, rara vez nos detenemos a pensar qué habría significado tener padres verdaderamente amorosos, pacientes, estables y presentes. No se trata de negar el pasado, sino de ampliar la perspectiva: no se trata solo de lo que estuvo roto, sino de imaginar lo que pudo haber sido.
La importancia de imaginar “los padres que hubiéramos necesitado”
Aquí entra el poder psicológico de este ejercicio. Imaginar a esos padres ideales —no perfectos, sino emocionalmente disponibles— nos ayuda a diferenciar lo que nos define como personas de lo que fue consecuencia de un entorno limitado. Esto abre espacio para:
- Nombrar lo que faltó, sin negarlo ni minimizarlo.
- Validar nuestras emociones y reconocer que lo que necesitábamos era legítimo.
- Construir una nueva narrativa interna que no esté basada únicamente en carencias.
Por ejemplo, en lugar de cargar con la idea de “soy demasiado sensible”, podemos reconocer: “fui un niño sensible que necesitaba contención y no la tuvo, pero eso no me hace débil”.
¿Se vale reimaginar la relación?
Imaginar esto no reescribe la historia, pero nos conecta con la necesidad legítima que había detrás de nuestras heridas y abre las preguntas como:
- ¿Qué habría hecho una madre paciente cuando llorábamos?
- ¿Qué habría dicho un padre sabio y amoroso cuando teníamos miedo?
- ¿Cómo se habría sentido crecer rodeados de ternura, validación y guía emocional?
En este ejercicio, inventamos —como si escribiéramos una novela— a esos padres ideales: les damos nombre, voz, gestos, maneras de mirarnos. A veces están inspirados en personas que admiramos, en figuras públicas, maestros, tíos, amigos de la familia o simplemente en nuestra intuición de lo que es un amor estable y seguro.
Por ejemplo: Podemos visualizar a esa figura ideal despertándonos con suavidad, celebrando nuestras pequeñas victorias, preguntándonos de verdad cómo estamos, abrazándonos sin condiciones y alentándonos a explorar el mundo. Esta imagen, aunque imaginaria, se convierte en una guía interior poderosa.
Romper patrones: de la culpa a la responsabilidad
Parte de crecer emocionalmente es dejar de culpar a nuestros padres por todo. Esto no significa justificar lo que hicieron mal, sino aceptar que no podemos cambiar lo que fue, pero sí tenemos el poder de sanar lo que nos dejaron como herencia emocional. Cuando asumimos responsabilidad por nosotros mismos:
- Dejamos de buscar en otros la validación que no recibimos.
- Creamos nuevas formas de amar y de relacionarnos.
- Nos convertimos en los adultos que necesitábamos cuando éramos niños.
Responsabilidad no es culpa: es poder. Es pasar de “soy así por mis papás” a “esto me formó, pero no me define para siempre”.
La reparentalización: ser tus propios padres
Un concepto muy trabajado en terapia es el de reparenting (reparentalización): aprender a cuidar de ti mismo de la manera en que necesitabas ser cuidado. Esto implica:
- Darte permiso de sentir, aunque antes no te lo dieran.
- Hablarte con amabilidad en lugar de crítica.
- Establecer límites sanos contigo y con otros.
- Cultivar estabilidad emocional aunque no la hayas conocido de niño.
- Con el tiempo, esa figura imaginaria de “los padres que nos habría gustado tener” se integra dentro de ti como una voz interna compasiva y firme: ya no esperas que alguien más te salve, tú te sostienes.
La figura imaginaria de estos padres ideales se vuelve una presencia viva dentro de nosotros:
- Un recordatorio de cómo merecemos ser tratados.
- Una brújula que orienta nuestras relaciones futuras.
- Un modelo para cuidar de nosotros mismos con ternura y firmeza.
- No reemplaza a nadie, pero nos ayuda a convertirnos en los adultos que siempre necesitábamos.
En conclusión
Nuestros padres nos marcan, sí. Pero no tienen por qué definirnos para siempre. La adultez emocional comienza cuando dejamos de vivir como víctimas de lo que nos pasó y nos convertimos en protagonistas de lo que elegimos construir.
Imaginar a los padres que nos habría gustado tener no es negar la historia, sino honrar al niño que fuimos, entender sus heridas y ofrecerle, desde el presente, el amor, la estabilidad y la voz que alguna vez necesitó. Abre un camino hacia la compasión, no sólo hacia nosotros mismos, sino también hacia nuestros padres reales —quienes, con sus propias heridas, no siempre pudieron dar más Eso es sanar: no borrar el pasado, sino reescribir cómo vive en nosotros. Sanar no siempre es cómodo.
Especialista: Marcela Escalera. Psicóloga Clínica, Directora del Instituto Neufeld Español y Coordinadora del Diplomado Crianza con Vínculo.